Si bien años ha juré mi más enérgica repulsa al estamento médico y a los peluqueros, he de reconocer que no me da miedo ir a mi dentista, repito, a mi dentista.
Bien sabido es, gentecilla del lugar, que las desgracias, del calibre que sean, nunca vienen sólas; y así aprovecha de nuevo otra de las cuatro juiciosas hermanas de mi maltrecho plexo molar para decir: S., jódete.
Tras un breve titubeo llamo a mi dentista de urgencia. En un alarde de inteligencia S. lleva consigo un libro. El par de horas en aquella habitación que, como todas las demás habitaciones de este tipo, no cabe duda de que es una sala de espera, S. planea disfrutar de la lectura recostado sobre el sillón ocre y no demasiado cómodo que da la espalda al ventanal y que esconde tras de sí el hilo musical, a tan bajo volumen que bien pudiese estar apagado. He ahí que las desgracias nunca vienen sólas. Se abre la puerta de la sala y entra una señora mayor.
S., con los buenos modales que caracterizan una parte malquerida de su personalidad sonrie a la anciana:
-Buenas tardes.-
Siempre sentí un especial aprecio de modo genérico por las personas de avanzada edad, hasta ese día.
Su mirada inquisidora se dirige hacia mi. S. responde. Mis modales en pie. La anciana se levanta, pregunta hace cuanto tiempo ha entrado la persona anterior, la anterior y la anterior; tira todas las revistas de cotilleo barato al suelo en busca de una portada con la señorita Letizia mientras repite en voz alta girándose hacia mi:
-Ésta,… es de octubre demasiado vieja… todo es viejo, ésta… es de octubre… demasiado vieja…todo es viejo…, ésta… es de octubre… demasiado vieja…todo es viejo…- , y así, en intervalos de 10 segundos, las 14 revistas, una tras otra, tras otra. S. hace un pequeño esfuerzo y se levanta a recoger las revistas. – No hace falta- me dice ella mientras escucho el crujido de su cadera cuando hace ademán de agacharse un par de grados hacia la horizontal.
-No es problema, no se preocupe.-
S. vuelve a su asiento y retoma el libro. La anciana vuelve a su asiento y retoma la misma monóloga conversación de antes. Me pregunta hace cuánto tiempo entró el primero, el anterior, el anterior…
S. pierde su educación geriátrica ante el insoportable soliloquio senil y decide no levantar la vista del libro mientras el viejo loro comienza a leer en voz alta todas y cada una de las noticias de las últimas revistas que le he proporcionado: -Ui, que guapa está Carmen Sevilla-… -ah no, si es la pantoja-… no me gusta nada Rociito,… pero nada nada…-
Me echa complices miradas de reojo y decido que no merece la pena echar a perder de esta manera las sensaciones que me provoca la lectura de este magnífico libro y lo cierro con pesar.
S. comienza a pensar en la eutanasia. Si bien siempre creí que este era un tema acerca del cual poseía un criterio bastante claro, ahora se abrían ante mi nuevos horizontes: ¿Por qué esperar a que esté enchufada a una máquina…?
Cada 5 minutos exáctos durante esas interminables dos horas suena el reloj de cuco. Sin reloj, con una exactitud no menos que terrorífica, y aumentando considerablemente su tono de voz, la bendita señora recuerda: - Llevo aquí una hora y quince minutos esperando, no vuelvo a venir… Y usted lleva aquí una hora y treinta minutos esperando. –
S. rie, pero no tiene ganas de reir, es una de esas risas que enmascaran un estrangulamiento inminente, un delirium tremens repentino… pura enfermedad.
Se abre la puerta y un angel vestido en bata blanca aparece bajo el umbral:
- Hale S., ya puedes pasar, siento mucho la espera.-
-No te preocupes- respondo.
La vieja continúa farfullando quejas mientras me alejo de allí. (…)