Entro de puntillas en la oficina. Son las ocho de la mañana. ¿¡Las ocho!? A S. siempre le ocurre lo mismo, y después de varios días sin trabajar olvida cambiar la hora del despertador del último viernes.
Apenas hay alguien a estas horas, sin embargo, la sensación de riesgo me acucia a cada paso.
A tientas me acerco a uno de los despachos y saludo. Ralentizando el tiempo a su mínima expresión S. observa con precisión cada una de las miradas, cada uno de los tonos, todas las arrugas, tratando de que no escape a mi mirada un sólo detalle que denote odio.
Nada raro, ningún gesto digno de obsesionarme y ninguna arruga que no estuviese antes ahí.
S. ha pasado la primera prueba. Recibo un trato agradable y, si bien el ambiente no es familiar, si es lo suficientemente cordial y amistoso como para suponer una de dos cosas:
Una: son personas racionales y se han tomado con tranquilidad y madurez la noticia.
Dos: aún no saben que después de la fusión este menda con seis meses de antigüedad se va a llevar la mejor parte...
S., a la espera.