Hacer camino sobre la arena del desierto no se parece en nada a caminar por la playa. Andar sobre ella resulta mucho más difícil, así que la opción de recorrer unos cientos de metros en dromedario no parece una mala opción.
Soy escoltado por un nubio con una singular forma de vestir. Lleva sobre la cabeza un gorro tipo pescador azul oscuro, el mismo color que adquiere su indumentaria a la luz del atardecer. Lleva pantalones anchos y camiseta abotonada, y durante un instante pienso que el nubio podría haber salido del Bronx.
Son los hijos de los realojados, los expatriados de sus viejas tierras inundadas, una vez construida la presa, e inexorablemente huidos hacia otras tierras cultivables. Son los nietos de los emigrantes nubios de Sudán y los descendientes de los adoradores del dios Amón, en la era de los primeros contactos entre Egipto y Nubia.
Cuatro piernas tiene el camello, dos de ellas asoman continuamente a la empinada ladera que desciende hacia uno de los infinitos vertientes del Nilo. Las otras dos restan, firmes, mi miedo a caer.
Tener en mis manos las riendas evidentemente no me otorga ninguna garantía. Me avala el trasero del animal que nos precede y, visto en toda su extensión, el del primero de la caravana.
El Nubio apenas habla.
Cae el sol de manera súbita tras las dunas. Rojo, llamea durante unos instantes antes de desaparecer y la arena refleja ahora chorros de luz de luna.
El nubio se enciende un cigarro y me ofrece otro a mí. Marca “Cleopatra”, me hace gracia saber que es lo que más se fuma allí. Sabe bien.
Es hora de remontar la conciencia hacia lo más alto posible. Consigo verme; me sitúo en el lugar en el que estoy, y contemplo mi tiempo entre los tiempos, mi lugar en la distancia, y desde aquí es imposible evitar sentir abrigo sobre la pequeñez de mi existencia.
Llegados al destino me apeo no sin poca dificultad de mi compañero jorobado, quien se hace el remolón y se niega a plegar sus patas mientras muestra unos colmillos más que contundentes.
Espero a que baje A., quien, a su manera, ha recorrido también estos cientos de metros y, mientras nos despedimos del nubio, le doy a escondidas el resto de mi paquete de tabaco, unas monedas y un mechero de mi empresa.
Aswan, 31 de diciembre de 2004.