El reloj de mi maltrecho móvil llamea las 16.29 aquí. Un minuto más tarde anochece definitivamente.
Curiosamente no tengo muchos problemas en aquella sala, y el agente del mosad se retira de mi lado en cuanto comprueba que sólo hay monedas en aquel conato de cartera y asume que simplemente no voy a permanecer más tiempo en el país.
Salimos a fumar un cigarro, haciendo tiempo en aquella frontera con olor a miedo. No hay nada alrededor; apenas una papelera vacía y más vallas de metal. Una mujer joven se acerca y alumbra el lugar con su linterna.
No nos mira.
Tengo la sensación de huir durante dos horas más, mientras la furgoneta blanca nos lleva de nuevo a casa. Subes tu pierna y la acomodas con cuidado sobre las mias, continuando con el cuento para que los demás no se den cuenta, para que yo no me de cuenta.
Trato de dormir un rato. Tú pareces imaginar que en medio de un desierto hay un viejo castillo con cien dependencias, que apenas son las 11.00 y que tu paso lento nos lleva a un rincón dónde hay nada.
Cinco días después coges un avión para cenar conmigo. Hablamos toda la noche bajo un viejo edredón y a media mañana, al volver del trabajo, tan sólo eres capaz de decirme lo mal que canto.
Te llevo otra vez al aeropuerto y otra vez te suelto un fugaz 'hablamos' antes de que digas nada. Espero a que pases el control y doy media vuelta.
Y esta tarde en casa, mientras limpiaba aún la arena de la mochila, he sonreído al sorprenderme tarareando en acústico: "te lo dije".