15 de Mayo 2004

Los hombres-niños

     Es muy fácil darse cuenta de las veces en las que no estoy en lo que estoy.
     El camarero me sirve el café, abro el sobre de azucar, y con delicadeza lo esparzo a lo largo del cenicero de cristal. Sonrío al percatarme de lo que he hecho y cruza fugaz la idea de derramar el cenicero recién endulzado sobre el café. Vuelvo en mi y señalando el cenicero pido otro sobre de azucar.
     Esta cafetería no tiene nada de especial, pero algunas de sus sillas han vivido el transcurrir de los años bajo mi culo.
     Ahí fuera, tras la cristalera del mostrador, Z. recitaba con voz ronca y profunda proclamas al mundo, o jugaba al mus con los chavales en la acera. De vez en cuando le ofrecían chustas que sorbía gustoso mientras alguna de sus voces interiores le obligaba a decir: ¡órdago! Entonces, los chavales reían y la gente pasaba, alguien pitaba a un coche en doble fila y aquel genio atento a todo gritaba: ¡voy!, ¡voy!... y nosotros nos moríamos de risa observando a aquel loco barbudo que renunció a la vida normal, marginado entre la esquizofrenia y el alcohol.

     Un día conocí a dios. Tenía unos sesenta años desgastados y el labio superior manchado por unos cuantos pelos con forma de bigote. Hacía el pino apoyado sobre un sólo brazo y aseguraba que todo lo que veíamos a su alrededor era suyo. Se quejaba de que se le quemaba el bigote cuando alguien le pasaba un porro en las últimas. En aquel banco cerca de Santa Engracia nos desveló los secretos de su absoluta sabiduría. Todo lo sabía, todo, y todo lo conocía: Cualquier lugar recóndito, cualquier idioma. No había secretos para aquel tipo, y no era posible engañarlo. No recuerdo como fue, pero desapareció, y jamás volvimos a ver a dios.
     Luego llegaron los K: el polaco loco, el tipo que regaló un buda rojo a J... En fin, unos cuantos de aquellos; pero ninguno era dios.

     Hace mucho que no veo a Z. por aquí aunque, por otro lado, tampoco yo aparezco hace tiempo.
     Y pienso en él porque siempre acaban cayéndome bien esos capullos, con o sin barba, que se salen del estereotipo y que dan color a la muchedumbre ovejil entre la que me encuentro. No puedo engañarme, cojo cariño a esos líderes de la nada que consiguen removerme las tripas. Da igual lo que digan, da igual lo que hagan, lo importante es que me remuevan las tripas y consigan dejarme escapar una carcajada.
     Es comprensible, los hombres-niños son distintos a todo. Pensaréis que están locos, claro, pero no puedo evitar sentir tristeza cuando alguno de esos pocos hombres-niños que quedaban se va para siempre.

Posted by S. at 15 de Mayo 2004 a las 05:41 PM
Comments

Me gusta como escribes... Te sigo leyendo ;)

Posted by: Nube on 15 de Mayo 2004 a las 06:26 PM

Nos cambiaríamos por ellos muchas veces.

Pero nunca una sola vez y para siempre.

Asusta la libre inocencia del que sigue viviendo al momento, sin preocupaciones.

Posted by: Axque on 17 de Mayo 2004 a las 05:21 PM
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